El miedo y el regreso del higienismo

elmuitec
5 min readMay 18, 2020

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Por Laurence Bertoux y Gustavo Gómez Peltier

Al menos en América Latina, la forma de la ciudad se configura — en parte — como una respuesta al miedo al otro: miedo al que despoja, al que violenta, al que acosa, al que mata… o al que se percibe como capaz de hacerlo. Y este miedo hace que millones busquen alivio con muros, rejas, cámaras, auto confinamientos, así como limitando desplazamientos en ciertos horarios en determinados lugares y modos de transporte. Sin darnos cuenta, poco a poco, década tras década, las ciudades, tanto en su forma como en su organización, se volvieron el reflejo del miedo — justificado o no — que nos tenemos los seres urbanos.

El miedo y la violencia no son lo único que ha definido la forma y la función de nuestras ciudades. En la introducción de su famoso texto, El derecho a la ciudad, Henri Lefebvre planteó el cuestionamiento sobre la forma y funciones de la ciudad como resultado de las necesidades individuales motivadas por la sociedad del consumo. Vivimos en la ciudad en función de lo que producimos y cómo lo producimos — nuestro trabajo — y de lo que consumimos: educación, ocio, cultura, necesidades y lo superfluo. Lo que se teje entre estas actividades son nuestros desplazamientos para acceder a ambas funciones, a las cuales hay que agregar una tercera función: las relaciones sociales. La búsqueda individual de producción, consumo y relaciones socio familiares están intrínsecamente atadas al hecho de movernos de un lado al otro, definiendo así nuestras vidas en las grandes urbes.

Ahora, los habitantes de la ciudad tienen un nuevo enemigo. No tiene rostro — aunque muchos han intentado señalarlo — , ni ocupa un espacio particular. De hecho, parece ser omnipresente al grado que bien puede estar dentro de cada uno de nosotros sin siquiera saberlo, lo que nos hace el enemigo mismo a todos nosotros. Y nos piden parar: parar de movernos y, por tanto, dejar de ser parte de la ciudad tal y de cómo la entendemos. Pero no nos piden dejar de trabajar — aunque la mayoría se ve obligada a ello — , de consumir y de relacionarnos; al menos tal como lo veníamos haciendo; y nos piden hacerlo de forma virtual y así no convertirnos en enemigos de nosotros mismos. Con ello, el sistema urbano se trastoca y se tensa. Las fracturas comienzan a hacerse visibles en sus subsistemas básicos (salubridad, transporte, empleo, economía) y evidentes en los subsistemas de consumo (servicios, comercios, entretenimiento, cultura, deportes). El miedo al colapso del sistema pareciera que tiene más y mejores argumentos que los que tuvo antes.

En nuestra sociedad mediática donde lo visual y lo inmediato desplazan al análisis y a la razón, la crisis se vuelve un espectáculo y la ciudad su escenario. No importa si se trata de las imágenes de las plazas europeas o de las calles de Nueva York prácticamente vacías, o las de la estación del metro Pantitlán o del mercado de La Viga atiborrados de personas, en cualquiera de los casos, la ciudad — en su imagen — sigue siendo el escenario favorito del miedo. Y solo parece ser compensado por imágenes donde la fauna regresa a ocupar determinados espacios o en las que pareciera que la naturaleza recobra su perdido esplendor. Estas imágenes, de una fauna ya sea extrañamente paralizada o en típica efervescencia, junto a una sociedad que busca nuevas formas de relacionarse a prudente distancia, son el claro reflejo tanto de una sociedad que reafirma su miedo, como de una sociedad de consumo que no puede concebirse sin éste.

Existen al menos dos escenarios. El primero es el esperado regreso a la normalidad — lo que implicaría un nuevo milagro de la ciencia médica — ; el segundo es la creación de un consenso social capaz de crear otra normalidad. Para el primero, la ciudad estará en espera de que la retomemos, pero para el segundo escenario se abren diversas posibilidades. La que pareciera más evidente es la de retomar la relación entre ciudad y salud planteada por el movimiento del higienismo urbano de finales del siglo XIX. Éste influyó enormemente en la configuración de Londres, el Paris de Haussman, el Phalanstère y Familistère francés, el plan Cerda en Barcelona — los que además de sus respectivas consideraciones económicas y financieras deberían eliminar el hacinamiento, permitir el asolamiento y la libre circulación de los vientos — u otros esfuerzos más de orden local como entubar ríos fétidos o desecar lagos completos y cientos de otros proyectos más utópicos que técnicos o científicos que reconfiguraron la ciudad y la forma en que nos relacionamos con esta.

Al tiempo en que la ciencia identificaba las causas de ciertas enfermedades y sus respectivos remedios, aquella relación entre ciudad y salud se fue sustituyendo por una menos temerosa y mucho más optimista entre ciudad y racionalismo — por ejemplo, aquello de “la máquina de habitar” — , cuyos principales resultados estuvo la creación de una nueva visión que retomaba a la naturaleza como parte de la ciudad. El ecologismo urbano sería la respuesta al miedo que provocaba la sobre explotación de los sistemas biológicos, generando así innumerables proyectos de barrios y ciudades ecológicos o sustentables — casi siempre como condición de espacio privilegiado de consumo — y con ello toda la parafernalia necesaria para que el habitante urbano se volviera más verde, más amigable y más seguro ante lo que se podría definir como el miedo ambiente.

Sin embargo, la actual pandemia — este nuevo miedo que limita el consumo y restringe el libre albedrío — , nos cuestiona sobre los límites disciplinares entre la tecnología, el urbanismo y la ciencia médica que, has ta ahora ha sido incapaz de proponernos otra alternativa que el confinamiento. Esto nos permite especular sobre las posibles consecuencias de la manera en que funcionan nuestras ciudades y todo lo que de ello depende.

Hoy, la ciudad es la misma. Con menos desplazamientos, menos actividad económica, menos ruido y contaminación… pero es la misma. Es la nueva cara de la ciudad que tiene miedo a infectarse, a consumir, salir, relacionarse o verse obligado a cambiar. Una ciudad en la que se instala y reconoce la distancia tanto social, cultural y económica como algo positivos, como si fuera algo nuevo.

Las consecuencias — sin hablar de las de salud mental — son tan grandes que cifrarlas se vuelve un ejercicio que caduca cada semana. Todos quisiéramos regresar a un estado de normalidad fundado en el pasado inmediato, pero la nueva realidad — posiblemente solo fundada en cifras de contagiados y fallecidos — necesariamente deberá construirse y cuyo primer objetivo nuevamente será el de una ciudad higiénica, al menos en el sentido que sus habitantes no están contaminados… o por lo menos es lo que quieren que creamos nuestras autoridades. Y eso sí da miedo.

Gustavo Gómez Peltier
Urbanista, ITESM.

Laurence Bertoux
Decana Asociada, ITESM.

*Texto publicado originalmente en la plataforma digital NEXOS el día 28 de abril del 2020 y extraido de la misma página.

Artículo en NEXOS

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